17 noviembre, 2005

Si somos laicos, nos sentimos iguales


Fernando Savater
FILOSOFO, UNIVERSIDAD COMPLUTENSE DE MADRID

Qué es la laicidad? Es el reconocimiento de la autonomía de lo político y civil respecto a lo religioso, la separación entre la esfera terrenal de aprendizajes, normas y garantías que todos debemos compartir y el ámbito íntimo (aunque públicamente exteriorizable a título particular) de las creencias de cada cual. La liberación es mutua, porque la política se sacude la tentación teocrática pero también las iglesias y los fieles dejan de estar manipulados por gobernantes que tratan de ponerlos a su servicio, cosa que desde Napoleón y su Concordato con la Santa Sede no ha dejado puntualmente de ocurrir, así como cesan de temer persecuciones contra su culto, tristemente conocidas en muchos países totalitarios.

Sin embargo, el laicismo va más allá de proponer una cierta solución a la cuestión de las relaciones entre la Iglesia (o las iglesias) y el Estado. Es una determinada forma de entender la política democrática y también una doctrina de la libertad civil. Consiste en afirmar la condición igual de todos los miembros de la sociedad, definidos exclusivamente por su capacidad similar de participar en la formación y expresión de la voluntad general y cuyas características no políticas (religiosas, étnicas, sexuales, genealógicas, etc) no deben ser en principio tomadas en consideración por el Estado. De modo que, en puridad, el laicismo va unido a una visión republicana del gobierno: puede haber repúblicas teocráticas, como la iraní, pero no hay monarquías realmente laicas (aunque no todas conviertan al monarca en cabeza de la iglesia nacional, como la inglesa). Y por supuesto la perspectiva laica choca con la concepción nacionalista, porque desde su punto de vista no hay nación de naciones ni Estado de pueblos sino nación de ciudadanos, iguales en derechos y obligaciones fundamentales más allá de cuál sea su lugar de nacimiento o residencia.

No es lo mismo ser culturalmente distintos que políticamente desiguales. Quizá en España llevar el laicismo a sus últimas consecuencias tan siquiera teóricas sea asunto difícil: pero no deja de ser chocante que mientras los laicos "monárquicos" aceptan serlo por prudencia conservadora, los nacionalistas que se dicen laicos paradójica (y desde luego injustificadamente) creen representar un ímpetu progresista

En todo caso, la época no parece favorable a la laicidad. Las novelas de más éxito tratan de evangelios apócrifos, profecías milenaristas, sábanas y sepulcros milagrosos, templarios —¡muchos templarios!— y batallas de ángeles contra demonios. Vaya por Dios, con perdón: qué lata. En cuanto a la (mal) llamada alianza de civilizaciones, en cuanto se reúnen los expertos para planearla, resulta que la mayoría son curas de uno u otro modelo. Francamente, si no son los clérigos lo que más me interesa de mi cultura, no alcanzo a ver por qué van a ser lo que me resulte más apasionante de las demás. A no ser, claro, que también seamos "asimétricos" en esta cuestión Hace un par de años, coincidí en un debate en París con el ex secretario de la ONU, Butros Gali. Sostuvo ante mi asombro la gran importancia de la astrología en el Egipto actual, que los europeos no valoramos suficientemente. Respetuosamente, señalé que la astrología es tan pintoresca como falsa en todas partes, igual en El Cairo que en Estocolmo o Caracas.

Butros Gali me informó que precisamente esa opinión constituye un prejuicio eurocéntrico. No pude menos que compadecer a los africanos que dependen de la astrología mientras otros continentes apuestan por la nanotecnología o la biogenética. Quizá el primer mandamiento de la laicidad consista en romper la idolatría culturalista y fomentar el espíritu crítico respecto a las tradiciones propias y ajenas. Podría formularse con aquellas palabras de Santayana: "No hay tiranía peor que la de una conciencia retrógrada o fanática que oprime a un mundo que no entiende en nombre de otro mundo que es inexistente".

Copyright Clarín y Fernando Savater, 2005.

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